Un día extraño
Me levanté como todos los días, pero más contenta que de
costumbre. Era el último día de clases y a la salida del cole me
iba con amigos a una cabaña del campamento de
música.
Viajamos
en la camioneta de Mía, la hija de Marcos, el dueño de la cabaña.
Durante el viaje, al principio, estábamos todos callados, menos el
sector de los ruidosos, o sea, los chicos. Luego comenzamos a charlar
y a cantar todos. Después, nos cansamos de cantar y decidimos contar
historias de suspenso.
De
repente, se quedó la camioneta. Descendimos y nos fijamos si había
algo que la frenaba, pero no. Decidimos explorar los alrededores.
Caminamos un rato por unos senderos extraños y oscuros que se iban
adentrando en un bosque espeso y lleno de ruidos escalofriantes. De
pronto, resbalamos y nos caímos en un pozo.
El
pozo estaba oscuro, con piedras alrededor y mucha tierra. Por suerte
nadie se lastimó. El novio de Mía tenía unas sogas que nos
sirvieron para poder salir de ese lugar. Le hicimos piecito a la más
alta de nosotras que logró atar la punta de la soga a un palo.
Después, fuimos subiendo la pared empinada uno por uno. El último
fue uno de los chicos ya que era el más fuerte.
Cuando
pudimos salir, todos estábamos nerviosos, hasta que nos
tranquilizamos un poco. Decidimos acampar en un claro del bosque y
nos dormimos. Al despertar, me pareció ver y escuchar pasos que iban
y venían. Me agarró miedo, pero tomé valor y salí de la carpa
para observar qué era sin despertar a los demás.
Cuando
salí, grité muy fuerte porque vi algo muy raro, enorme, peludo, con
dientes filosos, orejas chiquitas y, con ojos grandes y negros que me
miraban fijo. Esa rareza cada vez respiraba más fuerte; no me hizo
nada, pero me había asustado. Los chicos habían salido de sus
carpas casi corriendo, y agarraron palos para atacarlo. Al verle los
ojos tristes que tenía la “bestia”, los frené, justo antes que
lo golpearan. Caminé de a poco hacia ella y despacio, acerqué la
mano, la acaricié. Todos me miraron como si estuviera loca. Cuando
la dejé de acariciar y, me di vuelta, ella había desaparecido.
Nadie
se quería quedar ahí, por lo tanto, desarmamos las carpas
rápidamente. Fuimos hasta la camioneta y retomamos nuestro camino.
Estuvimos callados hasta que llegamos a la cabaña.
Nadie
habló nunca más de lo que habíamos visto. Aún teníamos dudas si
lo habíamos soñado o había sido real.
ROCÍO
PIÑERO